ALEJANDRO SANTONI "E-Letrificado"
A falta de Inmortalidad, con esto trascenderemos... Nuestros escritos, o nuestras músicas, o pinturas, más esa cuota de amor o afecto que hayamos podido dejar como una señal en cada uno de los que nos ayudó a pasar por esta vida.
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Datos personales
- Alejandro Santoni
- Músico desde los 16 años, co-fundador de grupos de jazz blues soul y spirituals: (NOVAL 1979/1992); (FIVE STEPS 1995); (BLOW BACK 1996/actualidad). Dedicado al rock y a sus propias composiciones: BANDANZA (1994); SEÑOR TOCAYO (2014/actualidad) junto al querido Alejandro Piedis; LUMEN (2016); PALABRAS AL VIENTO (2017). Como escritor, iniciado tambien en la adolescencia, escribiendo cuentos y novelas. Luego incorporando guiones radioteatrales. Premio (Argentores/2006) obra "Edmundo y Magda" ; Premio (Argentores/2015) obra "Patio con Glicinas"; Premio (Argentores/2016) obra "Las Palabras Perdidas", co-escritas con Marcelo Marino.
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domingo, 26 de enero de 2014
CARTONERA (cuento argumento Novela TRASCARTON)
Yo vengo observando desde hace un par de años a una señora bajita, de pelo oscuro, con ondas, con una tez cetrina, curtida por las noches de frio. Suele tener su "parada-estadía" en una esquina muy céntrica de mi barrio. Es una cartonera, que viste muy modestamente, ningún andrajo, una dignidad donde el gris solo le cabe al color de sus ropas. Tiene su aspecto atento, aunque perdido, como no lo debe ser su propia fuerza y su coraje de ver pasar la vida, una vida que le resulta esquiva, pese a que le pasa constantemente ante su ojos vidriosos y su mirada firme, triste pero erguida y honrosa. Es muy laboriosa, junta sus cartones, de vez en cuando se queda releyendo historias olvidadas o desechadas por los demás. Y la he observado también en el horario del almuerzo que cubre el escalón o la improvisada mesa con un papel blanco en donde apoya las bandejitas de algún trofeo alimenticio. TEngo pensado escribir algún cuento, pero me anticipo por esta propuesta, a suponer que esta señora algún buen dia es despertada de su sueño angustioso aunque noble y orgulloso de su propia dignidad por alguna otra mano, anónima, que se la tiende y la lleva a caminar pero como partícipe de esa vida, la cual siempre observa pasar a su lado como una película molesta pero interesante. Se sienta en alguna confiteria, acaricia los manteles blancos, huele el perfume de una buena comida, se ciñe la servilleta en su regazo, observa el plato con alguna exquisitez, cierra los ojos, que desprenden unos pequeños hilos de agua hacia sus costados, y luego de probar un pequeñisimo pedazo del manjar, aparta el resto, y lo guarda en un pequeño "tapercito" para poder llevárselo a su hijo. Porque en el fondo, aun en ese ensueño que la envuelve, nunca se olvida de quien es, de lo buena mujer que es, pese a su pobreza, a su carencia, que es tan solo material. Agradece el convite. Se levanta pausadamente, vuelve a acariciar el mantel, da un último vistazo al lugar y se vuelve a su mundo con una tenue sonrisa. Expira, se acomoda el pelo endurecido y regresa a su trabajo.
FIN
©2013
Nota: Cuento surgido a partir de un argumento para la novela en preparación "Trascartón"
LA LUNA parte 2
El frío había
empezado a colarse por pequeños caminos debajo de las puertas, del ventanal entreabierto. Y ese aliento helado
atrajo un suspiro inesperado. Casi al mismo tiempo, desde arriba, una
puntillosa llovizna comenzaba a pincelar los vidrios empañados.
Ella, se incorporó
acariciada sutil y profundamente por la brisa, algo sureña . Desde ya que, aún
sobrecogida, sabía que ese engaño cardinal no era otra cosa que su propio
sueño, aún la lluvia tan real y pertinaz.
El golpeteo en el
ventanal, y ahora ya, el oleaje plácido de humedad terrosa que mecía el viento,
hacían que todo adentro de la habitación tiritara.
Ella temblaba,
quizás reflexiva, ya no sorprendida, pero en ese temblor descubrió que además
del frío que erizaba sus poros dulces y sin caricias, estaba la contundencia
del tiempo mismo. No podría volver atrás, viendo como las finas perlas mojadas
se deslizaban raudamente en un torrente fervoroso, hacia un destino asaz
inexorable.
Las cortinillas se
agitaban, el interior estaba invadido por un áurea gélida y blanquecina. El
roce de ellas en su rostro le dieron por un instante una paz que parecía de
otro tiempo, de otro espacio. Y aquella paz, pudo sustraerla del verdadero
estado temporal, y entonces logró lo que era casi imposible: otros dedos, tibios,
comenzaron a recorrerla y ella ya no sintió mas frio, ni soledad.
El ventanal,
nuevamente movido con fuerza hacia adentro y afuera, la devolvió en la pequeña
inmensidad del cuarto y apretando sus párpados quiso retener por última vez esa
imagen fugaz, a la vez que se dejaba caer sobre el mullido y sedoso colchón.
Y así era la
realidad, trabada en sus engranajes, que sólo saben accionar hacia delante,
sino : la ruptura.
Recorrió con sus
manos la suavidad inerte de la manta, como buscando asirse a algo incomprensible.
Miró, insensible, hacia el hueco de luz que era el ventanal, donde un polvillo
de agua furioso seguía transgrediendo esa soledad, y trató de buscarla, se
incorporó con dificultad y volvió a observar más allá de la lluvia, pero los
contornos arbolados, tenebrosamente oscuros y lejanos, estaban allí como
guardianes implacables, ocultándola.
Esta vez quedó
exhausta, que ni siquiera llegó a asegurar los paños maltratados.
Se quedó dormida sin
encontrar esa señal que la dejara volver a imaginar que dos siluetas podían
volver a encontrarse.
FIN
FIN
©2005
sábado, 25 de enero de 2014
LA LUNA parte 1
Fuera del medallón de plata era tan sólo la oscuridad.
El banco centenario había permitido otra vez que dos de sus hijos se
levantaran apresurados y como llevados por una misteriosa ceremonia de
desaproximación.
Y
esa luz profunda, blanca y
untuosa, los contenía
aún de espaldas, dentro
del círculo argento.
La
grava era acariciada por cuatro
pies trémulos, indecisos,
pero levemente
deslizados hacia un destino casi inexorable.
El
la observaba desde su paralizada postura, volteándose apenas, como si no
quisiera herirla con su último vistazo, como
si el giro total lograra que esa
silueta, espectral, recortada en ese confuso paisaje nocturno, fuera a esfumarse.
Las
palabras aún yacen
caídas en la húmeda alfombra
de piedras y gramilla; eran casi todas las que sus entrañas podían haber parido.
Las lágrimas, hacen las paces con el rocío al cual perturbaron con su constante descenso;abandonaron definitivamente esos cuatro ojos rojos, desesperados.
El
aire
se va llevando, como un
tesoro precioso, arrebatado en un descuido,
el aroma de todas las caricias y el suave roce de
las pieles, lisas y
unidas.
El
gusto de la noche, perfumado por decenas de esencias, todas resumidas en
la mano de
ella, no ha podido
atenuar el sabor
de todos los besos prodigados.
Ella
también sentía deseos de voltearse, y así lo hizo, un poco más resuelta que
él, pero no lo vió iluminado sino
difuso, ya absorbido por las sombras de
un olvido que había empezado a gestarse.
Por
primera vez pudo ver claramente, en el absurdo negro
de la noche, el final
de una historia.
La grava devolvía sonidos rítmicos, pesados y aún indecisos. El banco se quedaba otra vez solo, apenas alumbrado por un pequeño halo blanquecino, entre turbio y brumoso.
El
ya estaba perdido, yéndose, tan solo yéndose.
Ella,
del lado de la sombra, como si eso la protegiera de la imagen de su desazón,
como si pudiera así, no ser vista en
su definitivo desconsuelo.
El
silencio se hizo. Ya no había palabras en el sendero, ni lágrimas
que pudieran
testimoniar la despedida. Solo un
puñado de grava removida, que
bien pudiera ser la huella de niños duendes de horas tempranas, ó la
señal de cuatro heridas, profundas, que aún entre la negrura, despedían
finísimos
destellos plomizos.
La Luna, había visto todo. Ella lo había
presenciado derramando su alma, aunque
esta vez sin poder iluminar a dos corazones ensombrecidos.
FIN
©2005
miércoles, 22 de enero de 2014
LA BESTIA
La bestia estaba consumiéndome con voracidad; percibía su fruición, lo cual me estremecía aún más.
Me veía rígido, inerme,
devastado. Sentía cada uno de los mordiscos fríos y punzantes sobre mi carne pero
no podía evitarlos; mi nuca endurecida no permitía que pudiera alzar la cabeza para
observar con horror, forzando los globos oculares, como un muerto resucitado en
su ataúd sellado, el inexorable
despedazamiento de mis extremidades bajas y buena parte de mi vientre.
Mi sangre helada se iba en torrentes bulliciosos, en un goteo infame,
tibio y contínuo.
Su jadeo era cada vez mas cercano; era un estertor halitoso, como el de
una caverna inmunda que me barría las fosas nasales, contraídas como mi
mandíbula, tratando de aliviar lo inevitable, lo inminente.
Tironeaba de mí con el impulso de una delicada y cuidada ceremonia; un
procedimiento meticuloso, un juego macabro y sereno, de aniquilación.
Paralizado, ni siquiera atinaba a gritar: No podía.
Mis sienes se aplastaban como si buscaran unirse en el centro de mi
frontal; mi corazón era un hueco entumecido y mi instinto acallado tan sólo
atinaba a morigerar el espanto con una
brusca contracción de mis omóplatos, revolviéndome en ese colchón pringoso,
pero nada detenía aquella furia constrictora. No había más tiempo para la resignación.
Creo
que ya nada quedaba de mí; la entidad corpórea se había esparcido por el aire
como un aliento de goce inexpresivo; la bestia se contorsionaba austera y
satisfecha, comprimiéndome con morosa dificultad.
Las
paredes eran ásperas como arenillas de vidrio; mis huesos crujían y se partían
como zarzos pisoteados. Ya no había sonidos.
Al
cabo de un rato, el espanto se había trastocado al fin, en untuosa
oscuridad, vacua y sofocante, cuando de pronto me pareció que algo en mí se
movía, o mejor, que yo mismo estaba desplazándome.
Y
así comencé a deslizarme con un sinuoso y agazapado movimiento; un aire, entre
fresco y nauseabundo empezó a invadir mis...cómo decirles: partes corporales.
Recordaba
aquel pantano, allí me había dormitado, esperando la noche. Y ahora delante de mis
ojos fríos se dibujaba mi próxima víctima, laxa, mansamente ofrendada al
ritual.
Yo
ya no era quien había sido...
...Pero al
menos no había perdido mi alma.
F I N
©2005
CAFE NEGRO (Nouvelle)
Es un día
lluvioso y gris; el ambiente en el interior del bar es además húmedo y acre.
El espectro de luz que invade desde el exterior tan solo ilumina
una mesa. Y esa mesa está cubierta por trozos esparcidos de alguna incómoda o
tal vez ya inútil fotografía, como una decoración absurda. Los pedazos se
distribuyen por sobre la vajilla y la mantelería raída, dando un cuadro aún más
desolador.
El brazo de César está
extendido por sobre esta alfombra de pequeños y perdidos recuerdos como el de
un borracho ya terminado, sin embargo no tiene ningún rastro de alcohol en su
convulsionado interior.
Tan sólo llora, llora
ahogadamente para no ser percibido por el escaso público presente. El pocillo
vacío, volcado sobre el plato de loza barata, le lastima la carne pero él lo
deja así, inerte, como su voluntad y como su destino.
Ella había partido, luego
de un nervioso carraspeo, dejando ese perfume tan sutil, pero que a partir de
ese acto se volvió molesto y torturante.
El mozo, como siempre,
con esa desatención recelosa, apoyado
sobre la barra observaba la acción sin saber cómo aproximarse para no herir aún
mas al desdichado e inoportuno visitante.
Al acudir al pedido de la
mesa próxima al gran ventanal, se acercó con actitud beata, cual sacerdote
ungido de la bendición para los dolientes. Con su tono monocorde y casi
maquinal, le preguntó si le venía bien otro café.
César, sin mover otra
parte de su humanidad que la cabeza, miró confundido hacia la voz que le
martillaba en su cerebro y como si en ella viera a un ser infinitamente extraño
le respondió que se alejara, que lo dejara tranquilo.
El mozo, siguió su
camino, casi sin detenerse, hacia el otro cliente haciendo un gesto mínimo de
disconformidad, desbaratando su expresión benévola.
Al rato, el mismo mozo,
se acercó a la mesa de las fotos despedazadas y depositó con absoluto respeto
un nuevo pocillo humeante con un café de primer filtrado.
César
se espabiló como pudo, se sacudió como un cascabel y miró con los ojos muy
abiertos, como si de golpe hubiesen encendido una luz muy brillante en un
ambiente oscuro. Observó el pocillo y lo acercó a sus labios. Sorbió tembloroso
y entumecido por un ligero frío. El líquido iba entrando en su cuerpo caído y
lo iba recuperando, como si el paso del fluido fuese un bálsamo que lo revivía.
Con la palma de la mano escurrió sus propios líquidos, mezcla de lágrima y moqueo melancólico. Tiró su
cabeza hacia atrás, miró en derredor con una tenue sonrisa como significando
que la actuación soberbia había concluído, se tomó el último trago ya
incorporado, dejó un par de monedas que brillaron sobre los trozos
blanquinegros de papel, tosió, le hizo un guiño al mozo, entre amable y
condescendiente y se marchó. Irene, entró como una flecha
sin observar a César que partía con paso firme hacia la calle. Se dirigió con
la misma decisión hacia la mesa que éste había dejado, apoyando con cierto
fastidio sus bolsos sobre el mantel aún invadido de recuerdos ajenos. El mozo se aproximó
cauto, esgrimiendo su repasador tal un malabarista, y en un rápido accionar
barrió en segundos, los quizás años que se necesitaron para conseguir esas
posturas y esos rostros de felicidad permanente. Sendos carraspeos fueron
los primeros contactos entre ambos. Irene lo miró con sus ojos
dispersos, como si estuvieran viendo otra cosa y en el instante apareciera
entre ellos un mozo sonriente, a la espera de una orden. Secamente le dijo que le
trajera un café negro, pero en el pocillo que acababa de levantar.
El mozo, acostumbrado y
preparado para recibir todo tipo de solicitudes, simplemente se sonrió para sí
y no objetó el pedido; haciendo una leve caída de su cabeza asintió y se retiró
con la bandeja atiborrada de rastros e historias interrumpidas a la voz de
“marche”.
Irene, inquieta,
jugueteaba con un encendedor y acariciaba el paño verde, siempre mirando hacia
alguna parte que no fuera un objeto fijo. Al volver con el pedido,
que consistió en un jarro abollado y añoso, vertió el ennegrecido elixir sobre
el pocillo, que deliberada y consensuadamente habían olvidado sobre la mesa. Ella lo observó esta vez
con complicidad y delicadeza, dejando un billete sobre su mano. Bebió el café, sin
azúcar, como si estuviera saboreando una sustancia para determinar qué
ingredientes contenía. Sin cesar de jugar con el encendedor, tomó un cigarrillo
y lo encendió, dirigiendo la mirada hacia la puerta de entrada, como si
esperara que algo sucediese.
Pero no sucedió.
Pero no sucedió.
Fastidiada o tal vez
satisfecha, se apresuró a partir, no sin antes buscar la mirada del mozo, que
desde el fondo del salón le sonrió y agitó su mano en señal de buen gesto o
augurio.
Hacía frío pero había
cesado de llover, lo cual era todo una bendición. Y se alejó en dirección
hacia su destino, que como suele pasar no es el que mas se desea.
Damián se estacionó en la vereda de enfrente del bar y observó con
detenimiento cada uno de los presentes en el mismo. Descendió con incomodidad
por el abrigo y demás atavios portados y se encaminó hacia el templo de los
deslunados.
Una vez en su recinto,
volvió a mirar a cada uno de los asistentes como si buscara a alguien, o bien,
para hacerles notar que él era el que había ingresado. Nadie se percató de
ello, lo que le produjo una leve irritación. Se sentó por fin en una
de las pocas mesas vacías, junto a la ventana, y comenzó a mirar hacia la
calle, como si extrañara lo que recién había abandonado.
El mozo de siempre, con
su cordial y esmerado gesto de siempre, y con su automático repaso de la mesa,
le preguntó qué iba a servirse. Damián sin
mirarlo pero con voz atenta, le pidió un cafecito, bien caliente y cargado. Se quedó con el abrigo
puesto, a pesar de que el clima dentro del bar era cálido y acogedor, como si
no quisiera permanecer mucho tiempo. Y en efecto, luego de tomar su café en
tres rápidos sorbos, se incorporó haciendo chirriar la silla esterillada,
revoleó su billete en busca del mozo, que con un pulgar alzado le dio el visto
bueno para que pudiera retirarse.
Luego de unas horas,
Irene, entró en el bar, esta vez un poco mas tranquila, fumando, y se dirigió
con decisión a la misma mesa que había ocupado la vez anterior. Ya no necesitaba la
complicidad del mozo; pidió lo de siempre y se limitó a tomarlo en silencio,
esta vez sin distracciones ni jugueteos.
Al cabo de unos cuantos
minutos, una brisa fría la bañó y la estremeció, luego de que César ingresara
al salón. Este caminó resueltamente hacia donde ella y desde la altura la miró
con infinita ternura. Irene devolvió con cierta incomodidad el gesto y pronto
bajó la mirada. César extrajo de su
bolsillo un par de fotografías y las depositó con delicadeza sobre la mesa,
junto a la mano tibia de Irene. Ella dudó entre tomar las fotos o la mano de
César, pero prefirió asir el pocillo como si en él se guardara el secreto mas
preciado y divino.
César apoyó su mano
temblorosa sobre la otra libre de Irene y alcanzó a decir, no sin un leve
titubeo: “ éstas no las rompas, por favor ”. Incómoda
y conmovida, respondió con un suave movimiento de sus labios finos, sin mirar a
los ojos a César. Dejó el pocillo, tomó las fotos, las recorrió con una leve
caricia de sus dedos, negó con su cabeza y alcanzó a balbucear: “ el café está
frío...es tan negro y tan amargo, como la sensación que llevo en mis entrañas
”, y prosiguió, luego de una interrupción que no pensaba hacer: “ no quiero
hacerte mas daño, sé que en tu interior cargás con un veneno que no te merecés, pero no soy yo
la que deba o pueda quitártelo ”. César se llevó el pocillo
a su boca, bebió el resto del contenido, y le dijo que aún estaba tibio y tenía
el sabor de ella, pero que de alguna manera se iba a purificar. Dicho esto se dio media
vuelta y se encaminó hacia la salida; el mozo que observaba desde el mostrador
atinó a acercarse como si tal vez pudiera con su atención siempre esmerada a
mantener el diálogo entre ambos, un diálogo que parecía ya no necesitar más
palabras. Irene, sin dejar de ver a
César que se iba para siempre, miró inequivocamente al mozo como percibiendo
que intentaba ayudarla. Con su mano delgada y blanca en alto, le hizo un gesto
claro y determinante para que no se moviera.
Comprendió que fue la
escena final, entonces con una nueva mirada le indicó otro café. Al traérselo,
el mozo trató de extraer del bagaje de sus actitudes el mas amable y comprensivo.
Le acercó unos terroncitos de azucar, extemporáneos como la imagen congelada de
César que se alejaba calles abajo.
Damián entró sacudiéndose
el saco, algo mojado por la nueva llovizna. La silla que había dejado Irene,
aún estaba tibia, y prefirió quedarse en esa mesa. Al principio iba a avisarle
al mozo, pero luego se detuvo a observar las fotografías olvidadas y se quedó
contemplando la belleza de aquella mujer, a la cual se la veía tan feliz,
plena y alegre, como para toda la vida.
Furtivo y con culpa se
las guardó, apuró un café y se fue detrás de un perfume muy fino que coincidía
con el de las fotos y el del pocillo olvidado, por Irene y por el mozo, quien
no había acudido a levantar la mesa como era su costumbre. En
un intercambio cómplice, entre Damián y el mozo, el segundo le dio con un
asentimiento el empellón necesario y tal vez la aprobación para que el primero
saliera bajo la lluvia a buscar a la dama de manos finas que recién se había
retirado. Damián caminó calles
abajo como guiado por la fragancia cobijada en el papel fotográfico tratando de
distinguir a la persona que la irradiaba.
Al llegar al final del
callejón, tenuemente iluminado por una farola anticuada, se encontró a la mujer
que portaba la fresca esencia del amor y la sensualidad.
Y observó que la
fotografía volvía a representarse ante sí, ante sus ojos. Contrariado solo
atinó a acercarse y aún mas incómodo, tosió como para hacer notar su inoportuna
presencia. Con las manos extendidas y mojadas, acercó las fotos a ambos, que se
abrazaban con la misma intensidad que parecía reflejarse y repetirse en el
retrato olvidado en el bar.
Irene y César,
agradecieron el gesto, y de inmediato se perdieron en la penumbra, algo
avergonzados e intimidados por la presencia de Damián.
Este regresó al bar,
donde lo aguardaban el mozo y su pocillo de café, aún tibio y sin terminar.
El mozo, sorprendido pero
quizás aliviado, puso una mano sobre el hombro de Damián, a manera de ligero
consuelo y le entregó un nuevo café, con un aroma único, exquisito y con la
temperatura y el sabor justos para dejar de lado un día tan gris.
FIN
©2006
NADA MAS, PEREZ.
“Nada más, Perez”: Fueron sus últimas palabras. Esas!
Malditas, absurdas, podridas palabras: Nada Más!
Después hubo un silencio, denso y perturbador; él ya
se había ido, impasible.Y yo me había quedado con el silencio, denso y perturbado.
Y mudo.
No tenía ni para
un café. Me fui al parque, al banco más escondido, el que usan los que no
tienen noches; allí no podría ser visto. Era nadie: NADA MAS.
La gente, (todos Perez ó Garcías, ó lo que carajo
fuese), pasaba frente a mí como si estuviera en otra dimensión. Pero en la mía,
algo me martillaba en forma insistente: ese hijo de perras putas se estaba
llevando lo mejor de mí. Todo de mí, y yo: NADA MAS.
Se venían ante mis ojos los lugares, los excesos, los
diálogos secretos y escandalosos, las maniobras y los fraudes, abyecciones
puras, los crímenes, las orgías.
Pensaba en todo aquello que nos pasa y no nos pasa
alrededor y mientras tanto. Y yo seguía allí, desvestido de proyectos,
desarmado de argumentos para enfrentara los míos, porque…¡Cómo les decía que ya
no era nada!, que tal vez…nunca lo había sido.
Vi pasar esas caritas desangeladas y me reconocí en
los anónimos que, sin nombre y sin cara, galopaban y arrastraban frente a mi
puesto oscuro. No digo que me calmó verlos o que me conformé con la
“grisedumbre” pero es como que de pronto pensé en cada soledad, angustia, cada
alegría ínfima y vital que portaba cada uno como un tesoro inexpugnable y más,
que todos ellos (nosotros), y allí me sumergí en la misma historia, eran éramos
somos NADA MAS, ni nada menos, que “Perez”, luchando por un color en la
opulenta y sectaria realidad, oscura, agobiante, siempre intramuros.
Podría enumerar tantas y tantas opciones de mundos
crueles y decisorios, como el de una reunión de gabinete cuál aquelarre
vicioso, u otra de gerentes presuntuosos decidiendo destinos con objetivos
imbéciles; aquella de narcos codiciosos vaya a saber en qué sitio inexplorable
del planeta; y esa otra transnochada de milicos insurrectos, patriotas del
abuso y la torpeza, y tantas, tantas muchas otras inaccesibles a nuestra simple
y previsible cotidianeidad.
Me incorporé, me sumé como autómata al río de Perez y
me animé, me animé bastante, y me repetí: NADA, NADA DE NADA, y MAS…MAS PEREZ!
FIN
©2008
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