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Músico desde los 16 años, co-fundador de grupos de jazz blues soul y spirituals: (NOVAL 1979/1992); (FIVE STEPS 1995); (BLOW BACK 1996/actualidad). Dedicado al rock y a sus propias composiciones: BANDANZA (1994); SEÑOR TOCAYO (2014/actualidad) junto al querido Alejandro Piedis; LUMEN (2016); PALABRAS AL VIENTO (2017). Como escritor, iniciado tambien en la adolescencia, escribiendo cuentos y novelas. Luego incorporando guiones radioteatrales. Premio (Argentores/2006) obra "Edmundo y Magda" ; Premio (Argentores/2015) obra "Patio con Glicinas"; Premio (Argentores/2016) obra "Las Palabras Perdidas", co-escritas con Marcelo Marino.

domingo, 26 de enero de 2014

EN LA TERMINAL



Una persona escribía afanosamente en una libretita. Otra la observaba tal vez con el mismo afán. La persona que escribía se encontraba ansiosa, como si una inspiración fuerte y momentánea le dictara lo que debía transcribir en su limitada libreta y no pudiera dejar pasarlo para lograr ese instante de inspiración. La otra, meneaba con insistencia su cabeza, se revolvía en su sitio con tal de poder acceder a "eso" que estaba siendo escrito, para poder leerlo y así saciar su curiosidad. La persona que escribía, de pronto, se detuvo, miró a quien le miraba, y como si se le hubiese pasado ese momento iluminado, le entregó la libretita. La persona que observaba, sorprendida, tal vez un tanto incómoda, la recibió y le preguntó: - por qué? la persona que recién escribía, lo miró con absoluta naturalidad y le dijo: - esto es la pasión de la vida. Ahora tenés la oportunidad de hacer lo que yo hacia y yo, de comprender lo que vos experimentabas. No hay secretos ni cosas imposibles. De hecho yo lo único que habia conseguido escribir repetidamente era "quisiera estar como este señor de aqui a mi lado, que tan solo tiene su tiempo para pensar en cosas buenas, que no se cuáles son y desearia infinitamente poder conocerlas". el observador, sorprendido, tan solo alcanzó a decir: - pero mi vida es común y corriente. Digamos que la vivo, la disfruto e intento ser feliz con lo que tengo. el que escribia, concluyó: - es todo lo que hace falta para que sea una vida. En definitiva, siempre será mejor vivirla que escribirla. Tomá -dejándole la libreta definitivamente-, ya no me hace falta. Se levantó, y dejó el banco. El observador le preguntó, mientras el otro se alejaba: - ya llegó su micro? El otro, alejándose con el mismo afán con el que momentos antes había estado escribiendo, alcanzó decirle: - nunca esperé ninguno, tan solo lo aguardaba a usted. Y se perdió entre la multitud de la terminal.
                                       FIN
©2013

CARTONERA (cuento argumento Novela TRASCARTON)



Yo vengo observando desde hace un par de años a una señora bajita, de pelo oscuro, con ondas, con una tez cetrina, curtida por las noches de frio. Suele tener su "parada-estadía" en una esquina muy céntrica de mi barrio. Es una cartonera, que viste muy modestamente, ningún andrajo, una dignidad donde el gris solo le cabe al color de sus ropas. Tiene su aspecto atento, aunque perdido, como no lo debe ser su propia fuerza y su coraje de ver pasar la vida, una vida que le resulta esquiva, pese a que le pasa constantemente ante su ojos vidriosos y su mirada firme, triste pero erguida y honrosa. Es muy laboriosa, junta sus cartones, de vez en cuando se queda releyendo historias olvidadas o desechadas por los demás. Y la he observado también en el horario del almuerzo que cubre el escalón o la improvisada mesa con un papel blanco en donde apoya las bandejitas de algún trofeo alimenticio. TEngo pensado escribir algún cuento, pero me anticipo por esta propuesta, a suponer que esta señora algún buen dia es despertada de su sueño angustioso aunque noble y orgulloso de su propia dignidad por alguna otra mano, anónima, que se la tiende y la lleva a caminar pero como partícipe de esa vida, la cual siempre observa pasar a su lado como una película molesta pero interesante. Se sienta en alguna confiteria, acaricia los manteles blancos, huele el perfume de una buena comida, se ciñe la servilleta en su regazo, observa el plato con alguna exquisitez, cierra los ojos, que desprenden unos pequeños hilos de agua hacia sus costados, y luego de probar un pequeñisimo pedazo del manjar, aparta el resto, y lo guarda en un pequeño "tapercito" para poder llevárselo a su hijo. Porque en el fondo, aun en ese ensueño que la envuelve, nunca se olvida de quien es, de lo buena mujer que es, pese a su pobreza, a su carencia, que es tan solo material. Agradece el convite. Se levanta pausadamente, vuelve a acariciar el mantel, da un último vistazo al lugar y se vuelve a su mundo con una tenue sonrisa. Expira, se acomoda el pelo endurecido y regresa a su trabajo.
                                            FIN
 ©2013
Nota: Cuento surgido a partir de un argumento para la novela en preparación "Trascartón"
 
 
 
 
 

LA LUNA parte 2



El frío había empezado a colarse por pequeños caminos debajo de las puertas, del  ventanal entreabierto. Y ese aliento helado atrajo un suspiro inesperado. Casi al mismo tiempo, desde arriba, una puntillosa llovizna comenzaba a pincelar los vidrios empañados.

Ella, se incorporó acariciada sutil y profundamente por la brisa, algo sureña . Desde ya que, aún sobrecogida, sabía que ese engaño cardinal no era otra cosa que su propio sueño, aún la lluvia tan real y pertinaz.

El golpeteo en el ventanal, y ahora ya, el oleaje plácido de humedad terrosa que mecía el viento, hacían que todo adentro de la habitación tiritara.

Ella temblaba, quizás reflexiva, ya no sorprendida, pero en ese temblor descubrió que además del frío que erizaba sus poros dulces y sin caricias, estaba la contundencia del tiempo mismo. No podría volver atrás, viendo como las finas perlas mojadas se deslizaban raudamente en un torrente fervoroso, hacia un destino asaz inexorable.

Las cortinillas se agitaban, el interior estaba invadido por un áurea gélida y blanquecina. El roce de ellas en su rostro le dieron por un instante una paz que parecía de otro tiempo, de otro espacio. Y aquella paz, pudo sustraerla del verdadero estado temporal, y entonces logró lo que era casi imposible: otros dedos, tibios, comenzaron a recorrerla y ella ya no sintió mas frio, ni soledad.

El ventanal, nuevamente movido con fuerza hacia adentro y afuera, la devolvió en la pequeña inmensidad del cuarto y apretando sus párpados quiso retener por última vez esa imagen fugaz, a la vez que se dejaba caer sobre el mullido y sedoso colchón.

Y así era la realidad, trabada en sus engranajes, que sólo saben accionar hacia delante, sino : la ruptura.

Recorrió con sus manos la suavidad inerte de la manta, como buscando asirse a algo incomprensible. Miró, insensible, hacia el hueco de luz que era el ventanal, donde un polvillo de agua furioso seguía transgrediendo esa soledad, y trató de buscarla, se incorporó con dificultad y volvió a observar más allá de la lluvia, pero los contornos arbolados, tenebrosamente oscuros y lejanos, estaban allí como guardianes implacables, ocultándola.

Esta vez quedó exhausta, que ni siquiera llegó a asegurar los paños maltratados.

Se quedó dormida sin encontrar esa señal que la dejara volver a imaginar que dos siluetas podían volver a encontrarse.

                                           FIN
©2005 

sábado, 25 de enero de 2014

LA LUNA parte 1



Fuera del medallón de plata era tan sólo la oscuridad. El banco centenario había permitido otra vez que dos de sus hijos se levantaran apresurados  y como llevados por una misteriosa ceremonia de desaproximación.
Y  esa  luz  profunda,  blanca  y  untuosa,  los contenía  aún de  espaldas, dentro del círculo argento.
La   grava   era   acariciada   por  cuatro  pies trémulos,   indecisos,   pero levemente   deslizados hacia  un destino  casi  inexorable.
El la observaba desde su paralizada postura, volteándose apenas, como si no quisiera herirla con su último vistazo,  como si el giro total  lograra  que esa  silueta, espectral, recortada en ese confuso paisaje nocturno,  fuera a esfumarse.

Las  palabras  aún  yacen  caídas  en  la  húmeda alfombra  de  piedras  y gramilla;  eran  casi todas  las que sus  entrañas podían haber  parido.
Las lágrimas, hacen las paces con el rocío al cual perturbaron con su constante descenso;abandonaron definitivamente esos cuatro ojos rojos, desesperados.
El   aire  se  va   llevando,  como  un  tesoro precioso, arrebatado  en  un descuido,  el  aroma de todas las caricias y el suave roce de las pieles, lisas y unidas.
El gusto de la noche, perfumado por decenas de esencias, todas resumidas en  la  mano  de  ella,  no ha podido  atenuar  el  sabor de todos los  besos prodigados.
Ella también sentía deseos de voltearse, y así lo hizo, un poco más resuelta que él,  pero no lo vió iluminado sino difuso,  ya absorbido por las sombras de un olvido que había empezado a gestarse.
Por  primera  vez pudo ver claramente, en el absurdo negro de la noche,  el final  de una   historia.
La  grava devolvía sonidos rítmicos,  pesados  y aún indecisos. El banco se quedaba  otra  vez solo,  apenas alumbrado por un  pequeño  halo blanquecino, entre  turbio  y  brumoso.
El ya estaba perdido, yéndose, tan solo yéndose.
Ella, del  lado de la  sombra, como  si eso la protegiera de la imagen de  su  desazón, como  si pudiera  así, no ser  vista  en su  definitivo desconsuelo.
El silencio se hizo. Ya  no había palabras  en  el sendero,  ni  lágrimas que pudieran  testimoniar  la despedida.  Solo  un  puñado  de grava removida,  que  bien  pudiera  ser  la  huella de niños duendes de horas tempranas, ó la señal de cuatro heridas, profundas, que aún entre la negrura, despedían
finísimos destellos  plomizos.

La Luna,  había visto todo. Ella lo había presenciado derramando su alma,  aunque esta vez sin poder iluminar a dos corazones ensombrecidos.
                                                                  FIN
©2005 

miércoles, 22 de enero de 2014

LA BESTIA



La bestia estaba consumiéndome con voracidad; percibía su fruición, lo cual me estremecía aún más.
Me veía  rígido, inerme, devastado. Sentía cada uno de los mordiscos fríos y punzantes sobre mi carne pero no podía evitarlos; mi nuca endurecida no permitía que pudiera alzar la cabeza para observar con horror, forzando los globos oculares, como un muerto resucitado en su ataúd sellado,  el inexorable despedazamiento de mis extremidades bajas y buena parte de mi vientre.
Mi sangre helada se iba en torrentes   bulliciosos,  en un goteo infame, tibio y contínuo.
Su jadeo era cada vez mas cercano; era un estertor halitoso, como el de una caverna inmunda que me barría las fosas nasales, contraídas como mi mandíbula, tratando de aliviar lo inevitable, lo inminente.
Tironeaba de mí con el impulso de una delicada y cuidada ceremonia; un procedimiento meticuloso, un juego macabro y sereno, de aniquilación.
Paralizado,  ni siquiera  atinaba a gritar: No podía.
Mis sienes se aplastaban como si buscaran unirse en el centro de mi frontal; mi corazón era un hueco entumecido y mi instinto acallado tan sólo atinaba  a morigerar el espanto con una brusca contracción de mis omóplatos, revolviéndome en ese colchón pringoso, pero nada detenía aquella furia constrictora. No había más tiempo  para la resignación. 
Creo que ya nada quedaba de mí; la entidad corpórea se había esparcido por el aire como un aliento de goce inexpresivo; la bestia se contorsionaba austera y satisfecha, comprimiéndome con morosa dificultad.
Las paredes eran ásperas como arenillas de vidrio; mis huesos crujían y se partían como zarzos pisoteados. Ya no había sonidos.
Al cabo de un rato, el espanto se había trastocado al fin, en untuosa oscuridad,  vacua y sofocante,  cuando de pronto me pareció que algo en mí se movía, o mejor, que yo mismo estaba desplazándome.
Y así comencé a deslizarme con un sinuoso y agazapado movimiento; un aire, entre fresco y nauseabundo empezó a invadir mis...cómo decirles: partes corporales.
Recordaba aquel pantano, allí me había dormitado, esperando la noche. Y ahora delante de mis ojos fríos se dibujaba mi próxima víctima, laxa, mansamente ofrendada al ritual.

Yo ya no era quien había sido...

...Pero al menos no había perdido mi alma.

    
                                              F I N

 ©2005

CAFE NEGRO (Nouvelle)




     Es un día lluvioso y gris; el ambiente en el interior del bar es además húmedo y acre.
     El espectro de luz que invade desde el exterior tan solo ilumina una mesa. Y esa mesa está cubierta por trozos esparcidos de alguna incómoda o tal vez ya inútil fotografía, como una decoración absurda. Los pedazos se distribuyen por sobre la vajilla y la mantelería raída, dando un cuadro aún más desolador.
    El brazo de César está extendido por sobre esta alfombra de pequeños y perdidos recuerdos como el de un borracho ya terminado, sin embargo no tiene ningún rastro de alcohol en su convulsionado interior.
   Tan sólo llora, llora ahogadamente para no ser percibido por el escaso público presente. El pocillo vacío, volcado sobre el plato de loza barata, le lastima la carne pero él lo deja así, inerte, como su voluntad y como su destino.
     Ella había partido, luego de un nervioso carraspeo, dejando ese perfume tan sutil, pero que a partir de ese acto se volvió molesto y torturante.
   El mozo, como siempre, con esa desatención recelosa,  apoyado sobre la barra observaba la acción sin saber cómo aproximarse para no herir aún mas al desdichado e inoportuno visitante.
     Al acudir al pedido de la mesa próxima al gran ventanal, se acercó con actitud beata, cual sacerdote ungido de la bendición para los dolientes. Con su tono monocorde y casi maquinal, le preguntó si le venía bien otro café.
     César, sin mover otra parte de su humanidad que la cabeza, miró confundido hacia la voz que le martillaba en su cerebro y como si en ella viera a un ser infinitamente extraño le respondió que se alejara, que lo dejara tranquilo.
    El mozo, siguió su camino, casi sin detenerse, hacia el otro cliente haciendo un gesto mínimo de disconformidad, desbaratando su expresión benévola.
      Al rato, el mismo mozo, se acercó a la mesa de las fotos despedazadas y depositó con absoluto respeto un nuevo pocillo humeante con un café de primer filtrado.
     César se espabiló como pudo, se sacudió como un cascabel y miró con los ojos muy abiertos, como si de golpe hubiesen encendido una luz muy brillante en un ambiente oscuro. Observó el pocillo y lo acercó a sus labios. Sorbió tembloroso y entumecido por un ligero frío. El líquido iba entrando en su cuerpo caído y lo iba recuperando, como si el paso del fluido fuese un bálsamo que lo revivía. Con la palma de la mano escurrió sus propios líquidos, mezcla de lágrima y moqueo melancólico. Tiró su cabeza hacia atrás, miró en derredor con una tenue sonrisa como significando que la actuación soberbia había concluído, se tomó el último trago ya incorporado, dejó un par de monedas que brillaron sobre los trozos blanquinegros de papel, tosió, le hizo un guiño al mozo, entre amable y condescendiente y se marchó.  Irene, entró como una flecha sin observar a César que partía con paso firme hacia la calle. Se dirigió con la misma decisión hacia la mesa que éste había dejado, apoyando con cierto fastidio sus bolsos sobre el mantel aún invadido de recuerdos ajenos. El mozo se aproximó cauto, esgrimiendo su repasador tal un malabarista, y en un rápido accionar barrió en segundos, los quizás años que se necesitaron para conseguir esas posturas y esos rostros de felicidad permanente. Sendos carraspeos fueron los primeros contactos entre ambos. Irene lo miró con sus ojos dispersos, como si estuvieran viendo otra cosa y en el instante apareciera entre ellos un mozo sonriente, a la espera de una orden. Secamente le dijo que le trajera un café negro, pero en el pocillo que acababa de levantar.
     El mozo, acostumbrado y preparado para recibir todo tipo de solicitudes, simplemente se sonrió para sí y no objetó el pedido; haciendo una leve caída de su cabeza asintió y se retiró con la bandeja atiborrada de rastros e historias interrumpidas a la voz de “marche”.
     Irene, inquieta, jugueteaba con un encendedor y acariciaba el paño verde, siempre mirando hacia alguna parte que no fuera un objeto fijo. Al volver con el pedido, que consistió en un jarro abollado y añoso, vertió el ennegrecido elixir sobre el pocillo, que deliberada y consensuadamente habían olvidado sobre la mesa. Ella lo observó esta vez con complicidad y delicadeza, dejando un billete sobre su mano. Bebió el café, sin azúcar, como si estuviera saboreando una sustancia para determinar qué ingredientes contenía. Sin cesar de jugar con el encendedor, tomó un cigarrillo y lo encendió, dirigiendo la mirada hacia la puerta de entrada, como si esperara que algo sucediese. 
     Pero no sucedió.
     Fastidiada o tal vez satisfecha, se apresuró a partir, no sin antes buscar la mirada del mozo, que desde el fondo del salón le sonrió y agitó su mano en señal de buen gesto o augurio.
     Hacía frío pero había cesado de llover, lo cual era todo una bendición. Y se alejó en dirección hacia su destino, que como suele pasar no es el que mas se desea.
    Damián se estacionó en la vereda de enfrente del bar y observó con detenimiento cada uno de los presentes en el mismo. Descendió con incomodidad por el abrigo y demás atavios portados y se encaminó hacia el templo de los deslunados.
    Una vez en su recinto, volvió a mirar a cada uno de los asistentes como si buscara a alguien, o bien, para hacerles notar que él era el que había ingresado. Nadie se percató de ello, lo que le produjo una leve irritación. Se sentó por fin en una de las pocas mesas vacías, junto a la ventana, y comenzó a mirar hacia la calle, como si extrañara lo que recién había abandonado.
    El mozo de siempre, con su cordial y esmerado gesto de siempre, y con su automático repaso de la mesa, le preguntó qué iba  a servirse. Damián sin mirarlo pero con voz atenta, le pidió un cafecito, bien caliente y cargado. Se quedó con el abrigo puesto, a pesar de que el clima dentro del bar era cálido y acogedor, como si no quisiera permanecer mucho tiempo. Y en efecto, luego de tomar su café en tres rápidos sorbos, se incorporó haciendo chirriar la silla esterillada, revoleó su billete en busca del mozo, que con un pulgar alzado le dio el visto bueno para que pudiera retirarse.
     Luego de unas horas, Irene, entró en el bar, esta vez un poco mas tranquila, fumando, y se dirigió con decisión a la misma mesa que había ocupado la vez anterior. Ya no necesitaba la complicidad del mozo; pidió lo de siempre y se limitó a tomarlo en silencio, esta vez sin distracciones ni jugueteos.
     Al cabo de unos cuantos minutos, una brisa fría la bañó y la estremeció, luego de que César ingresara al salón. Este caminó resueltamente hacia donde ella y desde la altura la miró con infinita ternura. Irene devolvió con cierta incomodidad el gesto y pronto bajó la mirada. César extrajo de su bolsillo un par de fotografías y las depositó con delicadeza sobre la mesa, junto a la mano tibia de Irene. Ella dudó entre tomar las fotos o la mano de César, pero prefirió asir el pocillo como si en él se guardara el secreto mas preciado y divino.
     César apoyó su mano temblorosa sobre la otra libre de Irene y alcanzó a decir, no sin un leve titubeo: “ éstas no las rompas, por favor ”. Incómoda y conmovida, respondió con un suave movimiento de sus labios finos, sin mirar a los ojos a César. Dejó el pocillo, tomó las fotos, las recorrió con una leve caricia de sus dedos, negó con su cabeza y alcanzó a balbucear: “ el café está frío...es tan negro y tan amargo, como la sensación que llevo en mis entrañas ”, y prosiguió, luego de una interrupción que no pensaba hacer: “ no quiero hacerte mas daño, sé que en tu interior cargás con un veneno que no te merecés, pero no soy yo la que deba o pueda quitártelo ”. César se llevó el pocillo a su boca, bebió el resto del contenido, y le dijo que aún estaba tibio y tenía el sabor de ella, pero que de alguna manera se iba  a purificar. Dicho esto se dio media vuelta y se encaminó hacia la salida; el mozo que observaba desde el mostrador atinó a acercarse como si tal vez pudiera con su atención siempre esmerada a mantener el diálogo entre ambos, un diálogo que parecía ya no necesitar más palabras. Irene, sin dejar de ver a César que se iba para siempre, miró inequivocamente al mozo como percibiendo que intentaba ayudarla. Con su mano delgada y blanca en alto, le hizo un gesto claro y determinante para que no se moviera.
     Comprendió que fue la escena final, entonces con una nueva mirada le indicó otro café. Al traérselo, el mozo trató de extraer del bagaje de sus actitudes el mas amable y comprensivo. Le acercó unos terroncitos de azucar, extemporáneos como la imagen congelada de César que se alejaba calles abajo.
    Damián entró sacudiéndose el saco, algo mojado por la nueva llovizna. La silla que había dejado Irene, aún estaba tibia, y prefirió quedarse en esa mesa. Al principio iba a avisarle al mozo, pero luego se detuvo a observar las fotografías olvidadas y se quedó contemplando la belleza de aquella mujer, a la cual se la veía tan feliz, plena  y alegre, como para toda la vida.
     Furtivo y con culpa se las guardó, apuró un café y se fue detrás de un perfume muy fino que coincidía con el de las fotos y el del pocillo olvidado, por Irene y por el mozo, quien no había acudido a levantar la mesa como era su costumbre. En un intercambio cómplice, entre Damián y el mozo, el segundo le dio con un asentimiento el empellón necesario y tal vez la aprobación para que el primero saliera bajo la lluvia a buscar a la dama de manos finas que recién se había retirado. Damián caminó calles abajo como guiado por la fragancia cobijada en el papel fotográfico tratando de distinguir a la persona que la irradiaba.
    Al llegar al final del callejón, tenuemente iluminado por una farola anticuada, se encontró a la mujer que portaba la fresca esencia del amor y la sensualidad.
    Y observó que la fotografía volvía a representarse ante sí, ante sus ojos. Contrariado solo atinó a acercarse y aún mas incómodo, tosió como para hacer notar su inoportuna presencia. Con las manos extendidas y mojadas, acercó las fotos a ambos, que se abrazaban con la misma intensidad que parecía reflejarse y repetirse en el retrato olvidado en el bar.
     Irene y César, agradecieron el gesto, y de inmediato se perdieron en la penumbra, algo avergonzados e intimidados por la presencia de Damián.
    Este regresó al bar, donde lo aguardaban el mozo y su pocillo de café, aún tibio y sin terminar.
    El mozo, sorprendido pero quizás aliviado, puso una mano sobre el hombro de Damián, a manera de ligero consuelo y le entregó un nuevo café, con un aroma único, exquisito y con la temperatura y el sabor justos para dejar de lado un día tan gris.



FIN

©2006




NADA MAS, PEREZ.



“Nada más, Perez”: Fueron sus últimas palabras. Esas! Malditas, absurdas, podridas palabras: Nada Más!

Después hubo un silencio, denso y perturbador; él ya se había ido, impasible.Y yo me había quedado con el silencio, denso y perturbado. Y mudo.

     No tenía ni para un café. Me fui al parque, al banco más escondido, el que usan los que no tienen noches; allí no podría ser visto. Era nadie: NADA MAS.

La gente, (todos Perez ó Garcías, ó lo que carajo fuese), pasaba frente a mí como si estuviera en otra dimensión. Pero en la mía, algo me martillaba en forma insistente: ese hijo de perras putas se estaba llevando lo mejor de mí. Todo de mí, y yo: NADA MAS.

Se venían ante mis ojos los lugares, los excesos, los diálogos secretos y escandalosos, las maniobras y los fraudes, abyecciones puras, los crímenes, las orgías.

Pensaba en todo aquello que nos pasa y no nos pasa alrededor y mientras tanto. Y yo seguía allí, desvestido de proyectos, desarmado de argumentos para enfrentara los míos, porque…¡Cómo les decía que ya no era nada!, que tal vez…nunca lo había sido.

Vi pasar esas caritas desangeladas y me reconocí en los anónimos que, sin nombre y sin cara, galopaban y arrastraban frente a mi puesto oscuro. No digo que me calmó verlos o que me conformé con la “grisedumbre” pero es como que de pronto pensé en cada soledad, angustia, cada alegría ínfima y vital que portaba cada uno como un tesoro inexpugnable y más, que todos ellos (nosotros), y allí me sumergí en la misma historia, eran éramos somos NADA MAS, ni nada menos, que “Perez”, luchando por un color en la opulenta y sectaria realidad, oscura, agobiante, siempre intramuros.

Podría enumerar tantas y tantas opciones de mundos crueles y decisorios, como el de una reunión de gabinete cuál aquelarre vicioso, u otra de gerentes presuntuosos decidiendo destinos con objetivos imbéciles; aquella de narcos codiciosos vaya a saber en qué sitio inexplorable del planeta; y esa otra transnochada de milicos insurrectos, patriotas del abuso y la torpeza, y tantas, tantas muchas otras inaccesibles a nuestra simple y previsible cotidianeidad.

Me incorporé, me sumé como autómata al río de Perez y me animé, me animé bastante, y me repetí: NADA, NADA DE NADA, y MAS…MAS PEREZ!

                                           FIN

 ©2008